“No puedes jugar en la calle sin una persona mayor que te vigile cariño. No puedes ir a comprar chuches sin nadie que te acompañe. No salgas sola a la calle. No hables con desconocidos. Ten cuidado. No llegues tarde. No vayas sola. No te montes en el coche de un desconocido. No bebas. No vayas muy provocativa. Esa falda es muy corta hija mía. Ten cuidado. Evita los descampados y las calles oscuras. No regreses sola. Llámanos a cualquier hora si no tienes con quién venirte. No te fíes de nadie. Si alguien te sigue corre. No pierdas nunca de vista la copa en la que bebes. No pierdas de vista a tus amigas. ¿No va ningún amigo con vosotras? ¿Vais solas? Ten cuidado. Lleva siempre alguna piedra en el bolsillo. Grita si te sientes en peligro. Ten cuidado. Tengo miedo cada vez que sales de casa. Ten cuidado que hay mucho loco suelto. Si vives, si respiras, si caminas libre por la calle ten cuidado. Ten siempre mucho cuidado. Toda mi vida he tenido cuidado; al caminar de noche por la calle, al pedir un taxi, al pararme a llamar por teléfono en una cabina de espaldas al mundo, al entrar en un ascensor (cuando me armaba de valor y lo hacía mientras me latía el corazón a mil por horas), al entrar en el zaguán de mi casa, al coger una esquina, al oír pasos en el silencio de una calle a oscuras, al entrar en el coche de conocidos, al tontear con un chico que me gustaba, al ir de fiesta, al sentarme a escribir sola en el café de siempre, al entrar en un baño público, al quedarme sola en un autobús o al esperarlo en alguna parada mal iluminada…
Toda mi vida he sido educada para tener cuidado y ni aun así me he librado de sufrir abusos a los que me costó ponerles nombre y de dos intentos de violación de los que me libré pero que se quedaron instalados en mi piel y en mi memoria para siempre. Recuerdo de niña miradas que me incomodaban, roces que parecían fortuitos de señores asquerosos que conocía, penes erectos bajo pantalones que se apretaban contra mis muslos en un autobús, palabras obscenas que no entendía, subidas de falda, cachetes y pellizcos en el culo mientras caminaba por la calle, dibujos de penes eyaculando por paredes, puertas e incluso en alguna hoja de alguna de mis libretas. Era la eterna compañía del miedo a no sabía muy bien qué o quién. Imaginaba situaciones en la que caminaba sola por la playa o en las que me sentaba a contemplar una puesta de sol, mientras el mundo parecía desvanecerse pero siempre me invadía la sensación de que era algo inapropiado o temerario. ¿Cómo se me ocurría? El discurso del miedo se había apoderado de mi cuerpo, se hizo piel.
Ésta es la educación que hemos recibido las mujeres desde que tenemos conciencia. Ésta es la educación que siguen recibiendo nuestras niñas. Tomar la calle sigue siendo un maldito acto de valentía para las mujeres; salir de fiesta, coger una cogorza de mil narices, bailar en una disco como si no hubiera un mañana, llevar una camiseta sin sujetador porque te aprieta, sentarte sola en un parque a leer hasta altas horas de la noche, coger un taxi sin apuntar antes la matrícula, caminar de noche por la calle sin una piedra, un móvil o unas llaves a modo de navaja, oír música con tus cascos sin temor a no oír las pisadas de alguien que te sigue en mitad de la noche, enrollarte con alguien y decir que no quieres ir más allá porque no te sale de los ovarios, decir que NO o quedarte callada porque estás petrificada sin saber muy bien de dónde coño sale tanto miedo, ese miedo que de pronto te asalta y te deja sin voz, porque tu voz no vale una mierda y tu resistencia tampoco. La sentencia de la manada nos lanza un mensaje aleccionador a las mujeres y niñas. El mundo no es tuyo, el mundo es de los hombres y si quieres respeto ya puedes buscar uno que te acompañe, vigile, proteja o te quiera bien (con mucha suerte, esfuerzo y negociación continuada). Si te resistes eres una PUTA que puede acabar asesinada, si te sometes también eres una PUTA (de eso no te libra nadie) que consiente. ¡QUE OS JODAN!#YOSITECREO POR MÍ, POR MI HIJA Y POR TODAS MIS COMPAÑERAS. Gema Otero Gutiérrez”
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